La calma del encinar
VIENDO PASAR A LA
GENTE
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
tomasmartintamayo@gmail.com
Me cuenta un
amigo que en su pueblo, La Parra, había una señora, casi centenaria, que,
indiferente a la climatología, se sentaba en la puerta de su casa en una silla
bajita, con el botijo cerca y un abanico. Cuando alguien le preguntaba: “¿Qué
hace usted en la calle con el calor que hace?”, ella miraba indiferente y respondía
bajito: “Estoy viendo pasar a la gente”. La respuesta puede parecer recurrente,
pero en el fondo tenía mucha enjundia porque la anciana vivía en una de las
últimas casas de la calle que desemboca en el cementerio y por allí el trasiego
del personal era muy reducido, aunque el que pasaba lo hacía a lo grande, acompañado y sin retorno
Posiblemente
la anciana ignoraba que con su actitud estaba dando réplica extremeña al
aforismo: “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu
enemigo”, aunque ella lo dulcificaba porque cambiaba enemigo por vecino y se
limitaba a verlos pasar a todos, que en su espera no discriminaba a nadie. Ella
oía doblar la campana, se sentaba en su puerta y en silencio veía el cortejo de todos los que
no podrían ver pasar el suyo. Mientras se santiguaba, susurraba: “¡No semos
naide, pero lo vemos!”.
El día que le
tocó a ella hacer el paseo definitivo, cumpliendo su última voluntad, cerraron
la casa y en la misma puerta levantaron la tapa del ataúd para dejar la llave
en sus manos, entrelazadas con un rosario. ¿Pensaba que llevándose la llave se
llevaba la casa?: “En este mundo no quiero dejar ni un suspiro”. Pero las
últimas voluntades a veces son difíciles de cumplir y la vecina de al lado, en
su memoria, sacó de su casa una silla, un botijo y un abanico, se santiguó y mientras se sentaba, con un
susurro sentenció: “No semos naide, pero lo vemos”.
Si se mira bien,
vivir es un trabajo muy duro y de muchas horas, que no siempre se cobran como
extraordinarias. ¿Cuántos días de nuestra vida hemos vivido? ¿Cuántos hemos
estado ausentes o sentados en la puerta, alertados por el tañer de una campana?
¿Cuántos merecen una muesca para ser recordados y cuántos para olvidar? El
tiempo, que muerde el acero y la espera, pasa sobre nosotros, azotándonos como una
tormenta de arena, aunque nunca falte una anciana que se conforme con haberlo
visto desde el trono de una silla. Hasta es posible que cuando veía pasar a la
gente, lo que de verdad veía pasar era
un tiempo prestado, que ella agotaba abanicándose para ayudarse en el trago.
La línea del
horizonte de la anciana no iba más allá de la distancia que separaba su puerta
de la del cementerio, aunque se consolara con un “lo
vemos”, como si ver fuera sinónimo de vida. Su poder lo tenía en un botijo, un abanico era su lujo y su afán de
perpetuarse tan limitado que incluso pretendió llevarse su casa al otro mundo,
en un intento sincero de borrar sus huellas.
La parreña se
fue con su silencio, cerrando la puerta a sus espaldas y sacudiendo sus
zapatillas para no llevarse ni el polvo de esta plaza tan generosa en cornadas,
pero conservando la llave para que nadie abriera su puerta o su herida. Tal vez
ignoraba que nada nos pertenece y que lo que está estaba y estará. Deberíamos
haberle preguntado dónde residía la
filosofía de su paciente aguardo y el afán por ver pasar el cortejo,
santiguándose, pero sin participar.
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