jueves, 9 de mayo de 2019

VIENDO PASAR A LA GENTE



                           La calma del encinar
                           VIENDO PASAR A LA GENTE

                                     Tomás Martín Tamayo
                                                 Blog Cuentos del Día a Día
                                                 tomasmartintamayo@gmail.com


Me cuenta un amigo que en su pueblo, La Parra, había una señora, casi centenaria, que, indiferente a la climatología, se sentaba en la puerta de su casa en una silla bajita, con el botijo cerca y un abanico. Cuando alguien le preguntaba: “¿Qué hace usted en la calle con el calor que hace?”, ella miraba indiferente y respondía bajito: “Estoy viendo pasar a la gente”. La respuesta puede parecer recurrente, pero en el fondo tenía mucha enjundia porque la anciana vivía en una de las últimas casas de la calle que desemboca en el cementerio y por allí el trasiego del personal era muy reducido, aunque el que pasaba lo hacía  a lo grande, acompañado y sin retorno

Posiblemente la anciana ignoraba que con su actitud estaba dando réplica extremeña al aforismo: “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”, aunque ella lo dulcificaba porque cambiaba enemigo por vecino y se limitaba a verlos pasar a todos, que en su espera no discriminaba a nadie. Ella oía doblar la campana, se sentaba en su puerta y  en silencio veía el cortejo de todos los que no podrían ver pasar el suyo. Mientras se santiguaba, susurraba: “¡No semos naide, pero lo vemos!”.

El día que le tocó a ella hacer el paseo definitivo, cumpliendo su última voluntad, cerraron la casa y en la misma puerta levantaron la tapa del ataúd para dejar la llave en sus manos, entrelazadas con un rosario. ¿Pensaba que llevándose la llave se llevaba la casa?: “En este mundo no quiero dejar ni un suspiro”. Pero las últimas voluntades a veces son difíciles de cumplir y la vecina de al lado, en su memoria, sacó de su casa una silla, un botijo y un abanico,  se santiguó y mientras se sentaba, con un susurro sentenció: “No semos naide, pero lo vemos”.

Si se mira bien, vivir es un trabajo muy duro y de muchas horas, que no siempre se cobran como extraordinarias. ¿Cuántos días de nuestra vida hemos vivido? ¿Cuántos hemos estado ausentes o sentados en la puerta, alertados por el tañer de una campana? ¿Cuántos merecen una muesca para ser recordados y cuántos para olvidar? El tiempo, que muerde el acero y la espera,  pasa sobre nosotros, azotándonos como una tormenta de arena, aunque nunca falte una anciana que se conforme con haberlo visto desde el trono de una silla. Hasta es posible que cuando veía pasar a la gente, lo que de verdad veía pasar  era un tiempo prestado, que ella agotaba abanicándose para ayudarse en el trago.

La línea del horizonte de la anciana no iba más allá de la distancia que separaba su puerta de la del cementerio, aunque se consolara con un   “lo vemos”, como si ver fuera sinónimo de vida. Su poder lo tenía en un botijo,  un abanico era su lujo y su afán de perpetuarse tan limitado que incluso pretendió llevarse su casa al otro mundo, en un intento sincero de borrar sus huellas.

La parreña se fue con su silencio, cerrando la puerta a sus espaldas y sacudiendo sus zapatillas para no llevarse ni el polvo de esta plaza tan generosa en cornadas, pero conservando la llave para que nadie abriera su puerta o su herida. Tal vez ignoraba que nada nos pertenece y que lo que está estaba y estará. Deberíamos haberle preguntado   dónde residía la filosofía de su paciente aguardo y el afán por ver pasar el cortejo, santiguándose, pero sin participar.



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