La calma del encinar
RISITA DE HIENA
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
Tendido sobre un
camastro, la nariz taponada con algodones, un bloque de hielo sobre su cuerpo,
para ralentizar la descomposición. El 15
de abril 1978 murió Saloth Sar, un absoluto desconocido si no se dice que detrás del nombre se ocultaba Pol Pot, “el
gran uno” camboyano que, al mando de los Jemeres Rojos y en solo tres años,
aniquiló al 25% de la población. Ahora, veinte años después, se están estudiando
en profundidad las consecuencias de su revolución y el genocidio que supuso el “mundo nuevo” que había ideado para los
camboyanos.
Pol Pot, “risita de hiena”, el líder de los
Jemeres Rojos, de inspiración maoísta, implantó en Camboya un régimen de terror
que superó incluso las atrocidades de Hitler y Stalin. La sed de aquellos
revolucionarios, que pretendían hacer de Camboya una cooperativa agrícola, al
margen de todo progreso y civilización, no se saciaba y cuando los fusiles
ardían y les quemaban las manos, con el machete continuaban la labor de
exterminio sistemático de pueblos enteros. Era más fácil matar que enterrar y
los cuerpos se amontonaban en piras de hasta 5.000 personas, que ardían durante
días.
Prohibieron los
relaciones familiares, la religión, cerraron escuelas y universidades, vaciaron
ciudades, impusieron la “procreación obligatoria”, quemaron coches, motos e
incluso bicicletas, porque el ideal era el campesinado del XVIII, con carros,
mulas y arados de vertedera, tirados por hombres y animales.
El artífice principal de aquel terror, de
aquel horror que la humanidad no supo o no quiso ver ni evitar -durante un
periodo protegido por EE.UU-, fue Pol Pot, un ser menudo, fibroso y de mirada
esquiva que, ironías del destino, murió de malaria, plácidamente sedado en su
cama, después de haber degustado una generosa ración de chivo asado, su plato
favorito. Los Jemeres odiaban todo lo que fuera cultura o educación y ejecutaron
a muchos presuntos intelectuales a los que identificaban por llevar gafas,
tenían títulos universitarios, hablaban idiomas o disponían de libros en sus
casas. Curiosamente, Pol Pot usaba gafas, estudió en Francia y era un
apasionado lector de novelas negras y del cine de Hollywood.
“Risita de hiena”, fue un ser tan enigmático y huidizo, que incluso sus
hermanos ignoraban que Pol Pot fuera
Saloh Sar. Dicen que su risa producía escalofríos, hacía temblar las piernas y
soltaba los esfínteres. Su risita intermitente, seguida de guiños constantes,
era en sí misma una sentencia de muerte. Reía pero sus ojos permanecían fijos,
fríos e inexpresivos. Jamás miraba de frente, siempre de abajo- arriba,
enseñando el colmillo izquierdo, como una hiena que disputa su pitanza. Por
eso, con toda simpleza, sus propios soldados lo conocían como “risita de
hiena”. Por donde Pol Pot pasaba, dejaba un reguero de muerte, horca o acuchillamiento,
todo ello aderezado de sutiles torturas, con las que disfrutaba mientras
cenaba: “Se come mejor con gritos de fondo que con música”.
Aquella locura de los Jemeres Rojos apenas duró tres años, tiempo suficiente
para dejarnos muestra de la destilada depravación que anida en el alma de
algunos seres con apariencia de humanos. Pol Pot murió sin ser juzgado, pero su
máxima: “si vives no se gana nada, si mueres no se pierde nada”, escrita con
fuego, todavía se conserva en algunos trozos de madera.
Lo incineraron en su
colchón, sobre una base de neumáticos y arropado con muebles viejos, pero sin
que se pudiera verificar su identidad, por lo que todavía, veinte años después,
algunos siguen con pesadillas, oyendo la risita de la hiena.
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