COSAS QUE PASAN
Tomás Martín Tamayo
Blog Cuentos del Día a Día
En agosto de 1965, dos jóvenes de Villanueva de la Serena,
que habían estado en la feria de Quintana, volvían de madrugada en una vieja y
destartalada Vespa. A la altura de La Guarda la moto comenzó a fallar, con
signos evidentes de haber entrado en reserva y, a tres kilómetros de La Haba,
se quedaron sin gasolina. El panorama, a las dos de la madrugada, era sombrío porque
desde que salieron de Quintana no se habían cruzado con ningún vehículo. Sabían
que no había gasolinera en la Haba, pero decidieron que uno esperara junto a la
moto, mientras el otro se acercaba al pueblo por si alguien podía ayudarlos. Y
así lo hicieron.
Uno comenzó a caminar, con la mirada fija en las luces que veía
a lo lejos y el que se quedó, puso la moto sobre el caballete y se sentó de
espaldas a la carretera, apoyándose en la parte trasera. Mientras esperaba, se
durmió. Lo despertó un gemido cercano. Era el llanto, apenas audible, de un
niño pequeño. Se quedó quieto, sin saber si era sueño o realidad, pero al poco
el llanto volvió y con miedo y desconcierto se puso en pie, intentando penetrar
en la oscuridad de la que procedía el quejido. Al otro lado de la carretera, distinguió un bulto grande, casi oculto en un
alto y espeso sembrado de avena. El llanto del niño volvía con insistencia y,
con precaución, salvó la distancia, hasta situarse a la altura de donde llegaba.
Había un coche volcado.
Permaneció mirándolo varios minutos, sin acercarse, pero el
llanto volvió más nítido y decidió
salvar el declive de la cuneta y aproximarse con precaución. Superando cada metro
con mucho miedo, llegó hasta el coche. El llanto llegaba desde el interior, los
cristales estaban rotos y una de las puertas estaba entreabierta, clavada en el
suelo. Como el niño lloró de nuevo, superó su miedo y se acercó decidido.
En el interior había tres personas arremolinadas en el techo
aplastado, en quietud total, y un canasto con algo que se movía. El llanto
insistió. Con precaución forzó la puerta, alargó el brazo y tocó un cuerpo
pequeño, que se estremeció con el contacto. Sacó el canasto con dificultad, por
el escaso ángulo que permitía la puerta y vio a un niño muy pequeño, de días,
que sangraba por una brecha abierta en la cabeza. Los tres adultos seguían
inmóviles.
Con el niño en brazos volvió a la carretera, casi al mismo
tiempo que un coche paraba junto a la moto. Su amigo volvía con la Guardia
Civil, que había encontrado a la entrada de La Haba. Ellos se hicieron cargo de
todo lo demás. Los adultos, dos hombres y una mujer, que iba con el niño en el
asiento trasero, habían fallecido tres o cuatro horas antes. El niño estaba
herido, aterido de frío y posiblemente de soledad y miedo, pero nada grave. Al
amanecer mucha gente, el juez, el forense, ambulancias, curiosos, más guardias
civiles. Unos familiares de Mérida recogieron al niño…
Nadie prestó atención a los dos jóvenes que se habían
quedado sin gasolina. Otro motorista paró, les dio combustible para poder
llegar hasta Villanueva, arrancaron su moto y se fueron.
Durante años en aquel
lugar hubo tres cruces, clavadas a cinco metros de la carretera, que con
frecuencia lucían una corona pequeña, trenzada con flores frescas. Seguro que
fue casualidad, la moto se quedó sin gasolina, allí y a aquella hora, por
casualidad. Cosas que pasan.
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