domingo, 27 de agosto de 2017

                         DOS EUCALIPTOS

                                                      Tomás Martín Tamayo


Todo comenzó con aquella lluvia, sucia y perezosa, que al caer como metralla dejaba rosetones amarillos sobre las paredes encaladas del viejo cementerio. El Cementerio de los Italianos.  Algo impropio en un mes de julio en Campillo de Llerena, un trozo de la Campiña Sur extremeña, en la que el estío abrasa inmisericorde y la tierra sedienta se agrieta, se abre  como una granada y enseña sus entrañas por la sequedad que la abrasa. La lluvia de aquel atardecer, envalentonada, arreciaba sobre las pobres bestias, que apenas lograban seguir la senda de la carretera, cegadas por el agua enfangada que el cielo escupía con furia sobre ellas, taladrándoles los ojos y golpeándoles los belfos, hasta casi impedirles respirar. El perro se negó a seguir y gimiendo saltó del carro y se refugió en un cañaveral, huyendo con el pelo erizado y la cola perdida entre sus patas traseras. Las aves desaparecieron, los grillos callaron y sobre la comitiva, dos hombres, un carro, dos mulas y un perro huido, se enseñoreaba el manto cerrado de una lluvia que caía con odio, ocultando incluso los nubarrones pardos que aceleraron el tránsito hacia la noche.

 En un cruce de caminos, las mulas  se pararon, agotadas, resoplando temerosas. Comenzaron a recular,  mientras los arrieros, protegidos por una lona que mal cubría el carro, se apresuraron a bajar antes de que los inquietos animales los tiraran sobre el fango pegajoso,  que les alcanzaba los tobillos. La tarde cedió y se hizo noche oscura bajo el manto de agua, mientras el cielo descargaba rayos que iluminaban todo el entorno. A lo lejos, tal vez empujada por la lluvia y el viento, se oía el lamento de una campana que servía, como un faro auditivo, para orientar a los caminantes hacia puerto seguro.

Los arrieros se miraban sin hablar, ateridos por el frío que arrastraba una lluvia insistente, que buscaba los resquicios de la ropa y les empapaba la piel como una esponja. La lluvia olía a tierra y estiércol. Las mulas resoplaban y los arrieros apenas podían sostener las bridas y las cinchas que las ataban al carro. Un rayo cayó en la cuneta, casi a sus pies, iluminando la pared de un viejo corralón desde el que llegaba algo parecido a una queja coral que seguía las pautas de la campana lejana. Se miraron, señalaron la tapia y decidieron protegerse en ella.

Al acercarse, las voces se aclararon y llegaron con nitidez algunas estrofas:

                                   Salve, o popolo d´eroi,
                                   Salve o patria inmortale.
                                   Son rinati y figulino tupi
                                   Con la fede e l´ideale…


-¿Italianos, cantan en italiano? -Gritó uno en el oído de su compañero.
-¡Claramente! Los que cantan al otro lado de la pared son italianos.

Aseguraron las mulas  y recorrieron la tapia hasta llegar a una puerta de hierro, con una cadena que aprisionaba las dos hojas, unidas por un candado oxidado.

-Esto… ¡Joder, esto parece un cementerio!
-Sí, aquella pared del fondo… ¡Son nichos! ¡Es un cementerio!
-¿Y quiénes cantan?
-Los que cantan no lo sé, pero desde luego son italianos. Y las voces llegan desde esos dos eucaliptos…
-Ay, Dios, creo que la campana que se oye lejos es la de la Iglesia de Campillo de Llerena y que… Ay, Dios…

El arriero calló mientras se restregaba los ojos para liberarlos de la lluvia embarrada.

-¿Y que qué? ¿Ay, Dios, qué?
-¡Pues que este es el Cementerio de los Italianos!
-¿Un cementerio de italianos aquí?
-Sí, son italianos, legionarios de la brigada “Frecce Azzurre”, que murieron en la sierra de los Argallanes.
-¿Que murieron y están cantando? ¡Dios mío, qué miedo, vámonos corriendo!

La lluvia cesó al concluir el coro su canción, la noche precipitada devolvió protagonismo a la tarde agónica, las mulas recobraron la calma y el perro volvió al carro. En el cielo un bando de estorninos en retirada hacía olas y se afilaban en punta, con arabescos de encajes. Los arrieros llegaron a la posada y contaron, contaron, contaron….

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Mi memoria infantil sigue encorsetada en las calles y plazas de mi pueblo, Campillo de Llerena. Impregnado del amarillo de sus campos y con la banda sonora que imponía la cigarra, el grillo, los gorriones, los jilgueros  y el crotorar de la cigüeña, que acariciaba el pueblo desde la torre de la Iglesia, encima de la campana que soltaba el viento.  Nací en el 14 de la calle San Bartolomé, tras un parto complicado porque “vine de nalgas”, pero entre mi abuela Cornelia,  mi tía Antonina y María Rubio, una vecina a la que siempre quise como de mi familia, aliviaron la pesadilla y cuando llegó don Jacinto, el médico, apenas tuvo que abrir su maletín. Se decía que don Jacinto, médico sabio y experimentado, siempre llegaba tarde a los partos, para que la naturaleza pudiera hacer su trabajo sin injerencias.

En las calles de Campillo, las cuatro esquinas, el colegio Eulalia Pajuelo, sus eras y parvas, el castillejo, huertas y encinares están mis primeros recuerdos, el latido de mi infancia, ese que permanece y del que uno no logra desprenderse. En mi caso tampoco lo quiero, porque en Campillo fui un niño feliz y dediqué mis diez primeros años de vida a lo fundamental, jugar, ver,  correr, aprender e identificar los sonidos y sinfonías del latido de un pueblo sosegado, en el que la vida transcurría marcando las rotundas estaciones del año. En Campillo están mis primeros miedos y emociones, mis sueños y fantasías. No puedo evitar un estremecimiento, cada vez que vuelvo, al pasar por “la huerta de la graná”, por los picachos del castillejo y, sobre todo, por el Cementerio de los Italianos.

Ahora, cuando paso a la altura del Cementerio de los Italianos, miro y sólo veo cuatro paredes encaladas, aunque los dos eucaliptos siguen vigilando el entorno. Para quienes no conozcan el trasfondo puede ser un aprisco para el ganado,  un cortinal, el cercón de una parcela o la pared que protege a alguna heredad, pero en su día, al pasar por allí nos santiguábamos porque aquello era un lugar sagrado. En el Cementerio de los Italianos estaban enterrados veintidós legionarios de la brigada “Frecce Azzurre” y siete españoles, caídos casi todos en los combates de la sierra de los Argallanes.

 Entre los siete españoles, recuerdo la lápida de un campillejo,  el alférez Emiliano Martín Enciso, que fue entregado a su madre con la ropa ensangrentada, horadada por cuatro disparos.  Un campillejo que estuvo presente en el mitin que dio José Antonio Primo de Rivera en el Teatro Norba, de Cáceres, el 19 de enero de 1936. El líder de la Falange, al verlo con una camisa blanca, se quitó su camisa azul y se la entregó… Lo enterraron con ella.

La peripecia de los arrieros puso un atractivo especial en aquel recinto  y algunos días, al salir de la escuela, íbamos al Cementerio e indagábamos en cada una de la tumbas, que para nosotros encerraban un misterio insondable. Casi todas las lápidas estaban rotas y entre los restos de todos aquellos seres desconocidos, llegados desde Italia, alguno con 18 años, se encontraba siempre una botella lacrada que guardaba la identidad del soldado muerto. Cuando  concluyó la construcción de El Valle de los Caídos, se llevaron todos los restos, con las botellas que los identificaban y se levantó el cementerio, como se levanta un campamento militar. Desde entonces, sólo queda allí un túmulo hecho con cascotes de las tumbas levantadas, unos nichos tapiados y los dos enormes eucaliptos, que siguen vigilantes desde 1939 y que se sembraron para simbolizar la unión eterna entre españoles e italianos.

En Campillo de Llerena teníamos pocos asideros para soltar la imaginación y allí, entre aquellas paredes del cementerio, encontrábamos el nutriente para nuestra fantasía infantil. En aquel cementerio, con toda su simbología, con su enorme carga de dramatismo y el atractivo añadido de todo lo que ni se explica ni se entiende, imaginábamos las aventuras, las batallas y las situaciones personales de los soldados enterrados. Tan lejos, tan olvidados.


Eso sí, antes de ponerse el sol nos alejábamos apresuradamente del lugar, porque teníamos asumido que al anochecer los legionarios italianos salían para cantar, en torno a los dos eucaliptos, canciones de su tierra. No sé si las oí o me lo contaron, pero yo sigo recordando:

                                    Salve, oh pueblo de héroes,
                                    Salve, oh patria inmortal,
                                    Tus hijos han renacido,
                                    Con la fe y el ideal…


¿Pasó o fue todo un sueño? Pasa todo lo que creemos y cuando los sentidos y los sentimientos acarician nuestra piel, mejor es creer que analizar lo que creemos. El cementerio estuvo, los soldados italianos estuvieron y si al pasar por allí al atardecer, se oye o se siente un canto de añoranza, podemos pararnos y escuchar o seguir andando y negar.
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