DOS EUCALIPTOS
Tomás Martín Tamayo
Todo comenzó con aquella lluvia, sucia y perezosa, que al
caer como metralla dejaba rosetones amarillos sobre las paredes encaladas del
viejo cementerio. El Cementerio de los Italianos. Algo impropio en un mes de julio en Campillo
de Llerena, un trozo de la Campiña Sur extremeña, en la que el estío abrasa
inmisericorde y la tierra sedienta se agrieta, se abre como una granada y enseña sus entrañas por la
sequedad que la abrasa. La lluvia de aquel atardecer, envalentonada, arreciaba
sobre las pobres bestias, que apenas lograban seguir la senda de la carretera,
cegadas por el agua enfangada que el cielo escupía con furia sobre ellas, taladrándoles
los ojos y golpeándoles los belfos, hasta casi impedirles respirar. El perro se
negó a seguir y gimiendo saltó del carro y se refugió en un cañaveral, huyendo
con el pelo erizado y la cola perdida entre sus patas traseras. Las aves
desaparecieron, los grillos callaron y sobre la comitiva, dos hombres, un
carro, dos mulas y un perro huido, se enseñoreaba el manto cerrado de una
lluvia que caía con odio, ocultando incluso los nubarrones pardos que
aceleraron el tránsito hacia la noche.
En un cruce de
caminos, las mulas se pararon, agotadas,
resoplando temerosas. Comenzaron a recular, mientras los arrieros, protegidos por una lona
que mal cubría el carro, se apresuraron a bajar antes de que los inquietos
animales los tiraran sobre el fango pegajoso, que les alcanzaba los tobillos. La tarde cedió
y se hizo noche oscura bajo el manto de agua, mientras el cielo descargaba
rayos que iluminaban todo el entorno. A lo lejos, tal vez empujada por la
lluvia y el viento, se oía el lamento de una campana que servía, como un faro
auditivo, para orientar a los caminantes hacia puerto seguro.
Los arrieros se miraban sin hablar, ateridos por el frío que
arrastraba una lluvia insistente, que buscaba los resquicios de la ropa y les
empapaba la piel como una esponja. La lluvia olía a tierra y estiércol. Las
mulas resoplaban y los arrieros apenas podían sostener las bridas y las cinchas
que las ataban al carro. Un rayo cayó en la cuneta, casi a sus pies, iluminando
la pared de un viejo corralón desde el que llegaba algo parecido a una queja
coral que seguía las pautas de la campana lejana. Se miraron, señalaron la
tapia y decidieron protegerse en ella.
Al acercarse, las voces se aclararon y llegaron con nitidez
algunas estrofas:
Salve, o popolo d´eroi,
Salve o
patria inmortale.
Son rinati y
figulino tupi
Con la fede
e l´ideale…
-¿Italianos, cantan en italiano? -Gritó uno en el oído de su
compañero.
-¡Claramente! Los que cantan al otro lado de la pared son
italianos.
Aseguraron las mulas y recorrieron la tapia hasta llegar a una
puerta de hierro, con una cadena que aprisionaba las dos hojas, unidas por un
candado oxidado.
-Esto… ¡Joder, esto parece un cementerio!
-Sí, aquella pared del fondo… ¡Son nichos! ¡Es un
cementerio!
-¿Y quiénes cantan?
-Los que cantan no lo sé, pero desde luego son italianos. Y
las voces llegan desde esos dos eucaliptos…
-Ay, Dios, creo que la campana que se oye lejos es la de la
Iglesia de Campillo de Llerena y que… Ay, Dios…
El arriero calló mientras se restregaba los ojos para
liberarlos de la lluvia embarrada.
-¿Y que qué? ¿Ay, Dios, qué?
-¡Pues que este es el Cementerio de los Italianos!
-¿Un cementerio de italianos aquí?
-Sí, son italianos, legionarios de la brigada “Frecce
Azzurre”, que murieron en la sierra de los Argallanes.
-¿Que murieron y están cantando? ¡Dios mío, qué miedo,
vámonos corriendo!
La lluvia cesó al concluir el coro su canción, la noche
precipitada devolvió protagonismo a la tarde agónica, las mulas recobraron la
calma y el perro volvió al carro. En el cielo un bando de estorninos en
retirada hacía olas y se afilaban en punta, con arabescos de encajes. Los
arrieros llegaron a la posada y contaron, contaron, contaron….
_______________
Mi memoria infantil sigue encorsetada en las calles y plazas
de mi pueblo, Campillo de Llerena. Impregnado del amarillo de sus campos y con
la banda sonora que imponía la cigarra, el grillo, los gorriones, los
jilgueros y el crotorar de la cigüeña,
que acariciaba el pueblo desde la torre de la Iglesia, encima de la campana que
soltaba el viento. Nací en el 14 de la
calle San Bartolomé, tras un parto complicado porque “vine de nalgas”, pero
entre mi abuela Cornelia, mi tía
Antonina y María Rubio, una vecina a la que siempre quise como de mi familia,
aliviaron la pesadilla y cuando llegó don Jacinto, el médico, apenas tuvo que
abrir su maletín. Se decía que don Jacinto, médico sabio y experimentado,
siempre llegaba tarde a los partos, para que la naturaleza pudiera hacer su
trabajo sin injerencias.
En las calles de Campillo, las cuatro esquinas, el colegio
Eulalia Pajuelo, sus eras y parvas, el castillejo, huertas y encinares están
mis primeros recuerdos, el latido de mi infancia, ese que permanece y del que
uno no logra desprenderse. En mi caso tampoco lo quiero, porque en Campillo fui
un niño feliz y dediqué mis diez primeros años de vida a lo fundamental, jugar,
ver, correr, aprender e identificar los
sonidos y sinfonías del latido de un pueblo sosegado, en el que la vida
transcurría marcando las rotundas estaciones del año. En Campillo están mis
primeros miedos y emociones, mis sueños y fantasías. No puedo evitar un
estremecimiento, cada vez que vuelvo, al pasar por “la huerta de la graná”, por
los picachos del castillejo y, sobre todo, por el Cementerio de los Italianos.
Ahora, cuando paso a la altura del Cementerio de los
Italianos, miro y sólo veo cuatro paredes encaladas, aunque los dos eucaliptos
siguen vigilando el entorno. Para quienes no conozcan el trasfondo puede ser un
aprisco para el ganado, un cortinal, el
cercón de una parcela o la pared que protege a alguna heredad, pero en su día,
al pasar por allí nos santiguábamos porque aquello era un lugar sagrado. En el
Cementerio de los Italianos estaban enterrados veintidós legionarios de la
brigada “Frecce Azzurre” y siete españoles, caídos casi todos en los combates
de la sierra de los Argallanes.
Entre los siete
españoles, recuerdo la lápida de un campillejo, el alférez Emiliano Martín Enciso, que fue
entregado a su madre con la ropa ensangrentada, horadada por cuatro disparos. Un campillejo que estuvo presente en el mitin
que dio José Antonio Primo de Rivera en el Teatro Norba, de Cáceres, el 19 de
enero de 1936. El líder de la Falange, al verlo con una camisa blanca, se quitó
su camisa azul y se la entregó… Lo enterraron con ella.
La peripecia de los arrieros puso un atractivo especial en
aquel recinto y algunos días, al salir
de la escuela, íbamos al Cementerio e indagábamos en cada una de la tumbas, que
para nosotros encerraban un misterio insondable. Casi todas las lápidas estaban
rotas y entre los restos de todos aquellos seres desconocidos, llegados desde
Italia, alguno con 18 años, se encontraba siempre una botella lacrada que
guardaba la identidad del soldado muerto. Cuando concluyó la construcción de El Valle de los
Caídos, se llevaron todos los restos, con las botellas que los identificaban y
se levantó el cementerio, como se levanta un campamento militar. Desde
entonces, sólo queda allí un túmulo hecho con cascotes de las tumbas
levantadas, unos nichos tapiados y los dos enormes eucaliptos, que siguen vigilantes
desde 1939 y que se sembraron para simbolizar la unión eterna entre españoles e
italianos.
En Campillo de Llerena teníamos pocos asideros para soltar la imaginación y
allí, entre aquellas paredes del cementerio, encontrábamos el nutriente para
nuestra fantasía infantil. En aquel cementerio, con toda su simbología, con su enorme
carga de dramatismo y el atractivo añadido de todo lo que ni se explica ni se
entiende, imaginábamos las aventuras, las batallas y las situaciones personales
de los soldados enterrados. Tan lejos, tan olvidados.
Eso sí, antes de ponerse el sol nos alejábamos
apresuradamente del lugar, porque teníamos asumido que al anochecer los legionarios
italianos salían para cantar, en torno a los dos eucaliptos, canciones de su
tierra. No sé si las oí o me lo contaron, pero yo sigo recordando:
Salve, oh
pueblo de héroes,
Salve, oh
patria inmortal,
Tus hijos
han renacido,
Con la fe y
el ideal…
¿Pasó o fue todo un sueño? Pasa todo lo que creemos y cuando
los sentidos y los sentimientos acarician nuestra piel, mejor es creer que
analizar lo que creemos. El cementerio estuvo, los soldados italianos
estuvieron y si al pasar por allí al atardecer, se oye o se siente un canto de
añoranza, podemos pararnos y escuchar o seguir andando y negar.
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