sábado, 15 de octubre de 2016

UN MONSTRUO A MI LADO

                         La calma del encinar
                        UN MONSTRUO A MI LADO
              
                                                 Tomás Martín Tamayo
                                                 tomasmartintamayo@gmail.com
                                                 Blog Cuentos del Día a Día

Fui a ver “Un monstruo viene a verme”, pero el verdadero monstruo estaba a mi lado, dueño absoluto del posabrazos del asiento que deberíamos compartir. Respiraba con dificultad, de forma entrecortada y con pitidos que entraban en mis oídos con más nitidez que las conversaciones entre el niño y el monstruo de la pantalla. Para paliar su falta de oxígeno se movía constantemente, mientras engullía algo crujiente que lograba trasegar con un vaso enorme de Coca Cola, separando sus brazos como un polluelo que quiere iniciar el vuelo. Y es ahí donde, como suele escribir Jaime Álvarez Buiza, la cochina tuerce el rabo, porque, al separar los brazos, de su axila salían efluvios de estercolero que acaban de remover. Incluso lo de las cochiqueras es más soportable. Se puede oler a tabaco, a sudor, a desodorante precipitado sobre una axila en descomposición, a muela cariada, a vino recocido y liberado en un eructo e incluso a fritanga porque en la calle hay de todo, pero en un cine, a centímetros de distancia, sin poder escapar y durante dos horas, resulta insoportable un tipo que interpreta con su presencia la más completa sinfonía de la fetidez. Y sin dejar de masticar, de beber y de moverse. Raro que no llevara moscas a su alrededor incluso en el cine. 
 
Todos conocemos a gente espesita, más en hombres que en mujeres, con las que se hace muy largo compartir el ascensor hasta el primer piso, pero lo del cine, con un gorrino al lado, moviéndose como si estuviera lleno de pulgas y comiendo bellotas, es una experiencia nueva que no recomiendo. Es ofensivo y evidencia una descomunal falta de respeto y consideración hacia el prójimo, obligarlo a soportar el portón de cochiquera que algunos llevan encina, aunque la espesez esté coronada. Felipe V, el primer Borbón, llegó a tal degradación que, además de no lavarse nunca –nunca es nunca-, pretendió recibir a un embajador mientras defecaba sentado en su vacinilla.  ¿Sabrán que existe una solución tan sencilla y económica como el agua y el jabón? No se pueden agrandar las distancias en un autobús, en la barra del bar, en el hospital, en la oficina.., pero aún menos en un cine, codo a codo, es un decir, con alguien que no quiere alcanzar la gloria eterna a fuerza sufrir los latigazos de un guarrindongo asilvestrado.  

La ropa también necesita un poco de sosiego, detergente, un buen centrifugado y un plácido secado porque, si a los olores de maldición se le suma el disecado de una camisa petrificada por el sudor, el resultado es para un ingreso por urgencias. Algunos parece que se masajean con amoniaco o con queso de Cabrales y hablar con ellos a corta distancia es como meter la cabeza en el vientre de una vaca que se pudre al sol.                                                 Durante la mili conocí a uno que, después de una largo día de marcha, con botas militares, en verano y por el cordobés Cerro Muriano, cuando volvíamos tan agotados como sudados, nos llevaban directamente a las benditas duchas liberadoras, pero el tipo, para evitar el agua, saltaba por la ventana, escabulléndose por la parte trasera para que el sargento no lo viera. Creo que no se duchó durante los tres meses de campamento... No le vi la cara y han pasado muchos años, pero hasta es posible que fuera la mofeta del cine.  
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