miércoles, 9 de marzo de 2016

LA TIERRA SIN TIEMPO



                       


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                        La calma del encinar
                        LA TIERRA SIN TIEMPO
         
                                           Tomás Martín Tamayo
                                           tomasmartintamayo@gmail.com
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Vendí un trozo de tierra con veinte nidos de cigüeñas. Por la tierra me dieron poco pero por las cigüeñas no sólo no me dieron nada, sino que me ofrecían cinco mil euros más si los quitaba. El nuevo propietario prefería pagar y coger el predio sin el engorro de una especie protegida a la que no concedía ningún valor  ecológico o visual. Los veinte nidos en las doce encinas, sólo eran para él un engorro burocrático porque  estaban censados y quitarlos era enfrentarse a una sanción administrativa cuantiosa. Prefería pagar y acceder a su nueva propiedad sin la presencia de las crotadoras. No los quité porque, aunque la tierra estaba escriturada a mi nombre, sabía que era una propiedad compartida con las cigüeñas, los gorriones, los tordos, las abubillas, las tres parejas de cuervos y la decena de lagartos que ya estaban allí cuando llegamos nosotros.
 
Me miró extrañado cuando le dije que por el crotar de las cigüeñas yo distinguía el estado emocional en el que se encontraban, que era una forma de comunicación entre ellas y el entorno, y que la tierra desposeída de su flora y fauna natural es estéril y aburrida. No me escuchó cuando le dije que, al atardecer, sentándome en una piedra concreta, a menos de veinte metros, podía ver corretear a los lagartos, que los gorriones solo acudían para pernoctar y que se callaban conforme encontraban acomodo en una rama. Que los tordos avisaban a los demás del peligro de nuestra presencia y que era mentira que los cuervos te sacaran los ojos. “Las ovejas también son fauna”, me dijo por decir algo. “Habrá mucha fauna, porque yo la voy a llenar de ovejas”. Y la llenó. Las ovejas se adueñaron del paisaje y con su mansedumbre modorra fueron erradicando de forma natural a todas las especies que habían visto como invadían su casa. Las ovejas pueden convivir en armonía con toda la fauna del lugar, pero cuando se presentan como especie invasiva, se quedan casi solas.
 
Poco después el nuevo dueño de la tierra me invitó para que viera los cambios, supongo que para enseñarme, orgulloso, sus  logros y pisadas. ¡Qué habilidad! Había logrado transformarlo todo, incluso expulsar a las cigüeñas sin caer en el delito ecológico por derribar sus nidos. Ellas aceptaron el desahucio con indiferencia y no volvieron. Había hecho caminos por donde anidaban las abubillas y me enseñó el aprisco levantado donde yo tenía manzanos, ciruelos y limoneros. El bóxer que yo dejé, “Manso”, había muerto, no me dijo cómo, y en su lugar miraban con recelo tres bulldogs presos en un cerco de alambres. El burro “Guerrero”, que se había criado en libertad, lo regaló porque “no hacía nada de provecho” y el olor a heno y a pienso había desplazado al de  los jazmines, los lirios y madreselvas. Aquella tierra se había quedado sin tiempo.

 El parral centenario que daba sombra a la puerta, había sido sustituido por un amplio techado que protegía de las inclemencias a un tractor, un coche, un remolque, aperos de labranza… Y en la leñera, supongo que esperando su turno para la sentencia del fuego, aguardaba  la hamaca con balancín en la que  me sentaba bajo el parral para ver, oír y callar, mientras el campo en plenitud cantaba. No le dije nada, aquello había dejado de ser y me vine sin mirar hacia atrás. Y sin ira.
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