miércoles, 24 de diciembre de 2014

UNA DE ASESORES

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                                                         El son de los asombros
                                           UNA DE ASESORES
                                                          
                                                                 Tomás Martín Tamayo
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                                                                 Blog Cuentos del día a día.

Ciento sesenta y dos asesores tiene Ana Botella en la alcaldía de Madrid, entre ellos una docena sin estudios primarios, pero que al parecer tienen mucha destreza a la hora de pegar carteles y hacer recados. En Extremadura el “verso loco” del PP es mucho más económico -por eso con su Visa se pagaba los viajes a Tenerife-, y solo dispone de una treintena de asesores de publicidad y propaganda y dos consejeros para asuntos propios, uno de ellos es el de Ocurrencias.  Treinta asesores no son pocos, Monago debe tener incluso quien lo asesore para sacudírsela, porque hay que echarle mucha imaginación para ocupar a tanta gente en parir chorradas. Aunque suene a coña, tiene incluso una “directora de discursos”, que a su vez tendrá un equipo discursil, que a su vez… Todos ellos coordinados por una perla importada desde el País Vasco. ¡Ay Dios, estos vascos tontos, que se dejan ir  a lo mejor que tienen!
 
 Los asesores cobran especial relevancia en momentos de declive y suelen acabar siendo tan influyentes que son los que deciden, quitan, ponen y remedian. Se denominan de forma diferente y se agrupan en entelequias llamadas “gabinetes”, bajo la batuta de un hechicero que, qué casualidad, casi siempre asesoró a algún presidente de EE.UU. Ninguno asesoró a un candidato que perdió las elecciones. No es nada nuevo, siempre hay necios dispuestos a comprar el bálsamo de Fierabrás, crecepelos, alargapichas y el elixir de la eterna felicidad. Validos o asesores siempre han pululado en los aledaños del poder para ejercer su impostura de forma torticera, aunque algunos, como los que solía usar Isabel II, solo asesoraban de cintura para abajo. Hitler tuvo a Goebbels,  Mussolini a Ciano, Stalin a Krivitsky, Monago tiene a Redondo. Al poder nunca le faltan verdugos, listillos, meretrices ni asesores.

 Tiberio también cayó en la tentación de ponerse en manos de un asesor, un susurrador como Lucio Elio Sejano, al que temían incluso los senadores porque disponía de vida y hacienda. Su poder era tal que recibía más regalos y agasajos que el propio emperador, al que consiguió incluso desplazar de forma indefinida hasta la isla de Capri, para poder lucir su poderío en la huérfana Roma. Pero como Tiberio era un tipo inteligente acabó con Sejano de forma muy “tiberiana”, atando su cuerpo a una cadena tirada por cuatro caballos que se relevaban cada dos  horas y que estuvieron durante tres días paseando su despojo por las calles de Roma… Calígula también tuvo un “malasombra”, Valerius, que ejercía de asesor para la economía del Imperio… Un día le demostraron que el tipo no tenía contacto alguno con los dioses, que se inventaba sus predicciones, que los astros no le decían nada y Calígula, que era muy ahorrador,  aprovechó una de sus visitas para saciar el hambre de sus perros. Desde entonces solo se dejó asesorar por Incitatus, su caballo. En eso acertó.

Este gremio no ha sucumbido porque cualquier cualquierilla que quiera aparentar tiene que tener asesores, siempre bajo la supervisión especial de un enreda como Valerius, Sejano, Ciano o Pedro Arriola, el mago de Rajoy, el chef manazas que tiene en la cocina para condimentar el plato del día y que prepara unos guisos tan indigeribles como el de su propia mujer, doña Celia, posiblemente la diputada, exalcaldesa y exministra más ordinaria de la España democrática. ¡Con qué esplendor luciría la Villalobos en un “torrente” de Santiago Segura! Pero hay asesores y asesorillos, porque hay personajes y personajillos. Aquí, con lo que tenemos ya vamos bien servidos y hasta puede que nos hayamos pasado.




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viernes, 19 de diciembre de 2014

MEDALLAS DE QUITA Y PON



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                             El son de los asombros
                         MEDALLAS DE QUITA Y PON

                                                          Tomás Martín Tamayo
                                                          tomasmartintamayo@gmail.com
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En un lugar de Extremadura, de cuyo nombre no quiero acordarme, tuve ha tiempo la osadía de oír requiebros agradecidos y acepté dar mi nombre a una calle. Grave error de juventud, tenía 35 años. Tres años después recibí un paquetito muy bien envuelto y esmeradamente lacrado, con colorido membrete del ayuntamiento y dentro de una caja de zapatos, una chapa, doblada como un folio, que al desdoblarla aún dejaba leer “Calle de Tomás Martín Tamayo, Escritor y político”. Si poco hice para merecer semejante honor, aún hice menos para desmerecerlo, pero cuando se mezclan política, fobias y filias, el cóctel no suele ser muy equilibrado. Con la placa doblada, que aún traía un taco de los que la habían fijado a la pared,  ni nota, ni explicación, algo que agradecí porque al menos no fueron hipócritas. Eso sí, me preocupé por conocer al que me había sustituido y si escasos eran mis méritos, nulos eran los del que ocupó mi lugar, que es seguro que se fue de esta vida sin saber que existía el tal pueblo, en la tal provincia, de un lugar llamado Extremadura. Incluso dudo que en un mapa mudo de Europa pudiera señalar con el dedo a España. Semos asina.

Bueno, pues han pasado los  años y allí sigue la calle del tal,  porque como no tulle ni mulle a nadie le estorba su nombre. “El problema es que su señoría no para quieto”, le espetó Sagasta a un diputado por Zamora, del Partido Liberal, que aspiraba a congraciarse con Alfonso XII para medrar. “Pasó usted de las alcobas de varias cortesanas a los aposentos de la reina con gran estruendo, y me temo que su nombre pueda estar en el listado que el rey tiene de todos los que aliviaron las sofoquinas a su augusta madre”. No es el caso exactamente, pero parecido, porque, medien sábanas y alcobas, o carácter y principios, “el que se mueve no sale en la foto”. Para mí, si es suya, es una de las pocas verdades atribuibles a Alfonso Guerra, que, salvando el abismo que media entre un “maquiavelo” sibilino como él y un patán con fusta, como el que por aquí tenemos, los dos tienen el mismo vicio: no decir la verdad ni para dar la hora. Es verdad universal que “el que se mueve no sale en la foto” y los que mejor plano consiguen en las fotos de familia del poder son los inertes, los expertos en ponerse de perfil y los de sonrisa bobalicona que parecen indefensos y no molestan. ¿Alguien está pensando en Rajoy? Un día me dijo Alberto Oliart: “Tomás, en política nunca han prescindido de nadie por no hacer nada”.

¿Recuerdan que entre las excelencias que pueden lucir sobre su pecho la Medalla de Extremadura está Monserrat Caballé? La diva catalana recibió el reconocimiento en 1989 tras haber cantado en el Teatro Romano, previo pago de su considerable caché y parece que por alguna gestión que hizo en favor de Extremadura o del preboste barbado del momento. Como somos así de catetos, medalla por todo lo alto, aunque  antes no  habíamos sabido nada de ella y después tampoco. Desde hace tiempo anda la Caballé en líos con el fisco, que le reclama un pastizal por haber burlado a la Hacienda española, fijando ficticiamente su residencia en Andorra, pero ¿han oído que pretendan retirarle la Medalla? ¡No, claro, que no! La Medalla se la retiran al extremeño Enrique Tornero, atleta paralímpico extremeño, medalla de oro y bronce en Atlanta 1996 y plata en Sidney, porque tiene problemas con la justicia, aunque de menor calibre que los de la Monserrat Caballé. Su verdadero problema, su verdadero delito, lo que no le perdonan, es que fue concejal socialista en Plasencia. Hay, me confirman, otros tres galardonados con la Medalla de Extremadura que han sido condenados por causas diversas, pero, como la Caballé, pueden seguir luciendo palmito con medalla, porque ellos no tienen relación pública con el PSOE y, por tanto, sus condenas y delitos son siempre de poca entidad para los ahora dueños del cacharral.

¿Por qué dieron mi nombre a una calle? En la explicación del acuerdo plenario municipal figuraba “diversas gestiones” a favor del municipio, que se habían materializado en salón multiusos, biblioteca y rehabilitación de dos aulas durante mi etapa como consejero de Cultura y Educación. Yo no he sido condenado por nada, pero, como en el caso de Enrique Tornero, si la merecí por algo ese algo sigue en pie. La perdí porque un día fui a un acto político y critiqué el despropósito que se estaba haciendo en un museo de la localidad. Vamos, que me moví y me sacaron de la foto, que para eso está el photoshop. A Enrique Tornero no hay quien le quite sus tres medallas olímpicas, que fueron la causa del reconocimiento, pero se ha quedado sin la Medalla de su tierra. La Caballé y los demás convictos la tienen garantizada de por vida, porque sus fechorías judiciales no ofenden a alguien tan exquisito y puntilloso en el uso de los fondos públicos como el verso loco del PP, viajero isleño y “pagaconciertos”. Incluso puede que él mismo, por sus demostrados escrúpulos,  la luzca algún día.


miércoles, 10 de diciembre de 2014

PERICA

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                                                    Tomás Martín Tamayo
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La trajeron desde Chechenia, junto a seis hermanos, todos chihuahuas toys, todos enfermos. Los vi al pasar por el escaparate, tiritando, tristes, amontonados, dándose calor unos a otros y, como había hecho otras veces, entré movido por la solidaridad y conmiseración hacia todos los animales en general y hacia los perros de forma especial. Es un componente genético que ya venía en la leche que mamé de mi madre. Sabía entonces, pero no como ahora, lo que era perder un perro y no entré para comprar, solo para mirar y, como me conocían en la tienda, para abrir la puerta de la jaula y acariciarlos, prestándoles algo de calor y afecto. Los perros lo detectan todo y conocen la mano que los acaricia. Me dijeron que se trataba de una camada de siete cachorrillos que habían recibido la noche anterior, siguiendo un tortuoso camino de seis días, desde Grozni hasta llegar a Madrid, donde fueron a recogerlos. Estaban en una situación tan precaria que en principio se negaron a aceptarlos, pero el transportista amenazó con sacarlos de la jaula y dejarlos en una explanada para que se murieran de frío y, aún sabiendo que eran cachorrillos enfermos y que iban a perder el dinero, se los trajeron. Yo tuve la inmensa suerte de pasar por allí a las pocas horas de que llegaran a Badajoz.

Seis de los chihuahuas, todos machos, formaban una inquieta pelotita de pelo en el fondo de la jaula, subiéndose unos encima de otros, buscando el calor de un tubo de neón que colgaba del techo. La que después sería mi Perica, no participaba en la disputa, era la única hembra, la más pequeña e indefensa y estaba apartada, tendida, temblando cerca de la puerta. En su guía certificaban la habitual mentira de que tenían tres meses, pero posiblemente no llegarían ni a los 40 días. La saqué, me la puse a la altura del cuello y sentí su corazón acelerado, su nerviosismo y sus lametazos de agradecimiento. Hizo en mis manos una defecación maloliente y me explicaron que todos venían con diarreas y posiblemente deshidratados. Me limpié, abrí de nuevo la jaula y dejé a la perrilla en el mismo sitio, pero al cerrar la puerta lloró y no pude soportarlo. Volví a sacarla, la apreté contra mi pecho, dentro del abrigo, pagué lo que quisieron cobrarme, muy poco para el tesoro que me entregaban, y salí de allí con aquellos trescientos gramos de escasa vida, que temblaba de frío y emoción. La compré convencido de que se iba a morir, pero decidido a que muriera caliente y en mis brazos.

Fuimos directamente a una veterinaria amiga, que la exploró con esmero de alfarero: traía parásitos, deshidratada, con diarrea, sangre en las heces, una incisión en el cuello, hipoglucemia, hipotermia y con poco más de un mes de edad. Durante casi tres horas estuvo atendiéndola encima de una manta eléctrica y bajo una lámpara de calor que le quemaba las manos. Al salir de allí la puse en el asiento del copiloto y se quedó tendida, quieta y temblando, pero cuando le pasaba la mano movía la cola agradecida, levantaba la cabeza y gemía. En mi casa, al verse en un espacio grande y sin rejas, se orinó de miedo y corrió a protegerse debajo de un sillón, que tuvimos que levantar para poder sacarla… Tenía ganas de vivir y vivió, sus seis hermanos murieron en dos días. Era un manojillo de nervios, por eso, por “perica loca”, le pusimos Perica. Horas después de llegar me seguía por toda la casa con su andar casino y tambaleante, cayéndose y levantándose. Era evidente que no había andado nunca y que nunca había salido de una jaula. La acosté al lado de mi cama y estuve arropándola y acariciándola toda la noche, casi velándola. Por la mañana yo me levanté agotado y Perica, hecha un pincel, había levantado la cola y con autoridad tomaba posesión de toda la casa... Hasta el lunes pasado, tres años después, esa perrilla ha sido un miembro destacado de mi familia más cercana, parte de nuestra alegría y un acicate para nuestra vida. Sé que es algo que solo entenderán lo que tengan o hayan tenido un perro.

Perica fue siempre una perrita fuerte -caminaba siete kilómetros diarios-, pero consciente de su fragilidad, huía de los peligros, le daban miedo los autobuses y el sonido de las sirenas. Sabia y de mirada profunda, lo entendía todo, no hacía falta señalarle nada, ni levantar la voz. Si había incomunicación era por mi parte, porque ella siempre entendía. Me miraba a los ojos, adivinaba mi estado anímico y se alegraba y se entristecía conmigo, permaneciendo a mi lado, quieta y expectante. Y cuando yo salía me esperaba en la puerta durante horas. Entendía incluso las conversaciones audiovisuales y si oía voces conocidas aullaba como un lobezno. Le daban miedo los perros y buscaba a los niños, a los que provocaba correteando alrededor de ellos. Le gustaban los piñones, las nueces, los arándanos, las judías verdes, el queso, las fresas, las sandías…, y era incapaz de hacer sus necesidades en casa. Cuando tenía ganas, me buscaba y me lo insinuaba suavemente, como pidiéndome perdón. Nunca nos causó una molestia, jamás mordió ni rimpió nada, aún quedándose sola durante horas.

La dejé sana y contenta en una residencia canina de Badajoz, “El hogar del perro”, -maldita decisión- y 72 horas después me la devolvieron enferma de muerte… Se nos ha muerto Perica, la amiga, la confidente, la compañera... Si hay un lugar para los perros buenos allí estará ella y si existen los ángeles yo ya sé como son, pero a nosotros nos  ha dejado más solos, más desasistidos y con una pena muy honda por su ausencia. Algo tan fuerte que no mitiga ni su cálido recuerdo.


PD. A veces uno no puede aislar el dolor. Perdón por el desahogo.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

MIEDO ESCÉNICO

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                                       El son de los asombros
                                      MIEDO ESCÉNICO
           
                                                   Tomás Martín Tamayo
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No me extraña que Pastora Soler haya decidido abandonar su carrera como cantante, por el pavor que le produce subirse a un escenario. Frank Sinatra, poco antes de morir, declaró un miedo escénico que no había logrado superar en sus más de sesenta y cinco años de profesión, pisando casi a diario escenarios, platós y estudios cinematográficos. Julio Iglesias, más de lo mismo, dice que cuando sube a un escenario no sabe qué hacer con las manos, aunque finalmente ha conseguido con ellas un signo de identificación personal. Muchas veces le oí decir a Adolfo Suárez que una de las cosas que no lograba superar era el miedo escénico y que lo que suele llamarse “baño de multitudes” para él suponía un verdadero calvario, porque solía bloquearse y notaba que la nuca le sudaba… 

El miedo escénico suele ser una respuesta anímica de respeto y responsabilidad y es difícil encontrar a alguien, con un mínimo de sensibilidad, que haya logrado erradicarlo de forma definitiva. Después de 20 años en la escena política, yo logré aminorar el miedo escénico con trucos que se dan en cualquier curso de comunicación, como es concentrarse, híper ventilar, ignorar, no ver, no oír y mirar al fondo, buscando siempre la complicidad con el vacío. Tengo más de mil intervenciones en la tribuna política y, a base de esfuerzo y método, era de los pocos que conseguía hablar sin leer, porque el recurso de forzar la memoria me obligaba a un esfuerzo de concentración, que me servía para aislarme. En sus memorias Winston Churchill apela también a la retentiva para superar las dificultades del escenario. A veces, sintiéndose implícitamente aludido, algún diputado me preguntó que por qué lo había mirado insistentemente durante mi intervención y yo siempre respondía que porque lo había visto muy atento, aunque la verdad es que lo había mirado pero no lo había visto. 

 La tribuna parlamentaria es siempre incómoda, sobre todo para los que la respetamos, conscientes de que aquel atril exige no solo una intervención preparada a conciencia, sino la obligación de discrepar y defender los argumentos sin caer en la mentira. Un diputado puede envolver su verdad, puede disimular y facturar su disertación con más o menos énfasis, pero no puede mentir porque mentir en la tribuna de la Asamblea es mentir a la soberanía que representa y el que lo hace se deslegitima. Y si además es el presidente de la Junta, se hace, por su indignidad, acreedor del desprecio del pueblo al que dice representar. Algunos, después de tantos años y tantos vuelos y viajes, creen que en política todo vale y que la mejor defensa es un buen ataque de distracción, encenagando el parlamento con mentiras y amenazas veladas. Son los que están sin tener que estar y los que representan sin tener que representar, los que han llegado sin haber renunciado a la autocracia y al socaire de una democracia que en el fondo desprecian y vilipendian con sus negaciones y mentiras. Qué grima oír a un responsable político cayendo en el “yo, yo y yo”, creyéndose el “capitán Trueno” y con el único argumento como defensa de “más eres tú”.

 En los países donde la democracia es un principio en lugar de un recurso, mentir en los parlamentos está considerado como la mayor de las corrupciones. Y en esas estamos. Todos tenemos derecho a defendernos, pero al subir a la tribuna parlamentaria nos estamos dirigiendo al pueblo que representa y mentir en ella es una prueba evidente de deslealtad. Los “eschangabailes” que han arribado a Extremadura para vender ocurrencias políticas como si fueran microondas, deberían pasar antes por un curso de primeros auxilios democráticos. Maricarmen podía reírse de Rodolfo, el león amanerado, y hacer mentir a la traviesa Daisy, pero el que mueve los hilos de nuestra gran marioneta, no debe confundir el parlamento extremeño con Orejilla del Sordete, el pueblo de Doña Rogelia. Aunque no sea extremeño y le importe muy poquito Extremadura -sabedor como es de que en seis meses se habrá ido para no volver-, debería ser más comedido. No con el necio al que mueve la boca, pero si con la Extremadura que lo oye. Escucharlo es otra cosa.

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