domingo, 18 de agosto de 2013

EL RELATO ERÓTICO (Hoy/vocento)


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Fuego en mis mejillas

SOCIEDAD

Fuego en mis mejillas

18.08.13 - 00:12 - 
Luisa llegó de madrugada. Tocó la puerta con los nudillos y pulsó el timbre tres veces. Desde mi cama, la había oído subir, arrastrando los pies fatigosamente por el peso de la maleta. Luego oí a mi madre en el pasillo.
- ¿Quién es?
- Soy Luisa.
- ¡Luisa...! Ya abro. ¿Cómo no avisas?
Luisa era hermanastra de mi madre, casi veinte años menor que ella. Cuando quedó huérfana, vino a depender de mi madre, pero al alcanzar su mayoría de edad, reclamó su independencia y se marchó. Desde entonces sus visitas sólo eran de paso.
Aún no había acabado de desayunar, oí a Luisa salir de su habitación y encerrarse en el baño y cuando hizo acto de presencia estaba perfectamente maquillada, pero se notaban los años en su rostro y algo de cansancio en sus ojos. Su figura seguía siendo perfecta y con el mismo busto tentador de siempre. Al llegar intentó mostrarse efusiva:
- ¡Familia reunida!
Al besarla percibí su característico olor a lilas, su aliento de menta y su pelo sedoso de siempre. Nunca logré verla bajo el prisma familiar y recuerdo con ternura y agradecimiento que, años atrás, descubrí en ella, en su delicadeza y generosidad, a la mujer en plenitud.
Habíamos ido al río y, al anochecer, me oculté tras un juncal para quitarme el bañador. Estaba sentado cuando Luisa, a escasos metros hacía lo propio, tras unos matojos que la ocultaban de los demás, pero que a mi me permitía admirarla en su radiante desnudez. No supe qué hacer y permanecí quieto, conteniendo el aliento, paralizado en la contemplación excitante de sus pechos firmes, sus caderas, sus muslos torneados... Se secaba con una toalla, cuando me moví quebrando unos juncos que la hicieron mirar. Sólo dijo "¡vaya, vaya, vaya con la criaturita!" y concluyó con toda tranquilidad. Me sentí perdido y esperaba lo peor si comentaba a mis padres lo ocurrido, pero no dijo nada. Yo tenía 16 años y Luisa 25. Su silencio acrecentó el afecto y la admiración que le profesaba, aunque aquella noche no logré dormir y cada vez que cerraba lo ojos veía la desnudez de aquel cuerpo maravilloso...
Por la mañana sentí vergüenza de aparecer ante ella y retrasé mi salida cuanto pude, pero mi madre me obligó a salir para enfrentarme a mis miedos. Ella seguía en el salón, leyendo, con las piernas cruzadas descuidadamente y con un generoso escote que permitía adivinar lo poco que ocultaba. Temí que la soledad le ayudara a reprocharme lo de la tarde anterior, pero apenas levantó la cabeza del libro, sin mirarme. Nuevamente me sentí reconfortado y desayuné en silencio, deseando acabar para marcharme.
- Te vas a atragantar con tanta prisa.
- Es que se me ha hecho tarde. Ayer quedé.
- ¿Para ir al río?
- No, no.
- ¿Hoy no te apetece un bañito?
El corazón me latía fuerte al comprobar que Luisa quería llevar la conversación hacía el terreno que tanto temía. La miré aturdido.
- ¿Un baño? No sé, no tenemos pensado nada...
- Es que como tus padres no pueden ir hoy, si tú me acompañas... ¡Sola no me atrevo!
Me repuse de la sofoquina, me sentí seguro y por primera vez tuve deseos de morder aquella boca, de beber la miel de aquellos pechos.
- Por mi... Bueno, si a ti te apetece.
- ¿Y no te fastidio ningún plan? ¿No hay ninguna amiguita que te esté esperando?
- No, no, no.
Me sentí ridículo, las orejas me ardían de nuevo y no me salían las palabras.
- ¡Uf, te has puesto colorado! ¿Seguro de que no hay una chica?
- No, no.
Nos fuimos al río. Yo no abrí la boca y me esforzaba en mirar por la ventanilla, para no cruzarme con su mirada, ni detener la mía en aquellas piernas largas, infinitas, que se escapaban de su falda abierta. Nada más llegar, se desvistió y se sumergió en el agua con decisión.
- ¡Vamos, no seas cobardica!
Me despojé de mis ropas y poco a poco fui entrando en el agua, hasta llegar a su altura.
- ¿Te atreves a cruzar?
- Si, claro.
Nadamos venciendo la resistencia de la corriente hasta llegar jadeantes, rendidos por el esfuerzo. Allí nos tendimos cara al sol, rodeados de juncos y arbustos que nos cubrían. Nuestras respiraciones se fueron sosegando y yo me incliné. Luisa permanecía con los ojos cerrados, serena, hermosa y excitante. Me volví a tender para no delatar mi estado.
- ¿Te pasa algo?
- No, nada. Es que había oído un ruido...
- ¿Cansado?
- No, no. Estoy muy bien, pero tú tienes carne de gallina...
- ¿Y cómo lo sabes? ¿Otra vez mirándome?
- No, es que...
- Ayer, mirándome como un viejo verde
- Yo no, es que estaba allí.
- Bueno, anda ven.
Tendió su mano y yo puse la mía a su alcance, agitada por el calor interior que contrastaba con el frío del agua. Con una ligera inclinación, siguiendo el camino que ella me marcaba, quedé a su altura. Ella sonreía. Puso su brazo sobre mi cuello y me abrazó. Luego me hizo girar y quedé sobre sus piernas, sintiendo el beso de sus labios en mi cuello.
- ¿Te molesta?
- No, no.
- ¿Te gusta?
- Si, claro que me gusta.
- ¿Quieres que te bese, te apetece?
- Bueno, si.
Puso su boca contra la mía con un beso suave, casi un roce. Luego lo fue haciendo fuerte, intenso, violento, hasta confundirnos. Ante su insistencia abrí la boca y dejé entrar su lengua. Perdí mi vergüenza inicial y sin dejar de besarla, acaricié sus pechos. Deslicé mis manos por sus piernas... Ella jadeaba. Guiado de una fuerza desconocida, apreté su cuerpo contra el mío, mientras Luisa perdía la iniciativa y se dejaba hacer, entregada, entre jadeos y susurros indescifrables...
Llegados a este punto, cada cual sacará sus conclusiones y no faltarán quienes juzguen reprochable la actitud de Luisa. Me hizo un inmenso favor. Fue delicada, femenina y generosa. Me enseñó de la forma más sencilla lo que otros aprenden de la manera más fea y tortuosa. Todo fue natural y siguiendo el guión de la naturaleza, exento de complicaciones. Lo cierto es que ése fue el proceso diario de aquellos días. Luisa se fue poco después y hasta ahora no he vuelto a verla, pero para siempre permanecerá en mi, indeleble, la hermosa enseñanza de su entrega.
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