La calma del encinar
UN PSOE VENIDO A MENOS
Tomás
Martín Tamayo
Adolfo Suárez admiraba mucho
al PSOE como organización política, sobre todo desde que contra todo pronóstico
e incluso contra su propio criterio, -“OTAN, de entrada no”- rectificó y sacó
adelante un referéndum que cuando se convocó estaba perdido en todos los sondeos.
Eran los tiempos del tánden Felipe y Guerra, de la disciplina férrea en el que
se sabía que “el que se mueve no sale en la foto”. En el panorama político existían partidos que
ocupaban toda la regleta ideológica, pero el partido, partido, partido, era el
PSOE, no sólo por su asentamiento en todos los núcleos rurales, sino porque su
jerarquía era tan indiscutible como admirable la disciplina de sus bases.
Felipe González en el Gobierno
y Alfonso Guerra en el partido, urdieron un entendimiento de poder bifronte que
aportaba una innegable eficacia, porque al margen de episodios anecdóticos, la
doctrina o el criterio que se elaboraba en Madrid era la doctrina y el criterio
de todo el partido, hasta del último bastión rural. Ya existía en Cataluña el
PSC, en Galicia el PSG… e incluso en Extremadura se hacían llamar PSOE-PSE,
pero era una estrategia para evitar que
el nombre de socialistas apareciera en otras siglas, porque en el fondo y pese
a la apariencia de pluralidad regional, el PSOE era único y de indivisible
criterio. Romper la disciplina en una votación era algo impensable, porque los
socialistas se movían en todos los niveles institucionales sin fisura alguna
entre ellos.
¿Qué queda hoy de aquella
urdimbre perfecta, que se comportaba como un acorazado frente a todos los
demás? Queda algo importantísimo: la disciplina de las bases, el respeto a las
jerarquías y el silencio público que la militancia mantiene, aún desde la
discrepancia. Incluso en la etapa más desternillante de un Zapatero desnortado
y un Gobierno sin rumbo, los socialistas callaban o cambiaban de registro antes
que tirar piedras a su tejado. Veían, como todos los demás, que el gran pirado
los llevaba a la ruina, pero lo asumieron con docilidad de borregos, como una
consecuencia inevitable. Era muy difícil escuchar públicamente alguna voz
discrepante, pese a que alguno, como nuestro particular “pío, pío”, se dedicara
a romper algún que otro cristal para la galería, mientras mostraba sumisión y
docilidad, hasta el punto de defender el Estatuto catalán o decisiones que
perjudicaban a una Extremadura que él presidía desde el gobierno autonómico.
Hoy el PSOE sigue teniendo la
mejor militancia, la más fiel, disciplinada, entregada y silenciosa, pero la
cúpula del partido está agrietada y la lluvia y el viento ensanchan unas
brechas que cada día producen más desconchones en el edificio. Del PSOE de ayer
apenas quedan las siglas y después de haber soportado, con silencio cobarde, a
un Zapatero que les arrebató incluso Extremadura, ha ido deambulando, a la
deriva, aferrado ahora a un Rubalcaba en el que posiblemente no crea ni el
propio Rubalcaba. Pero lo mantienen, con desgano pero lo mantienen, esperando
el milagro de una resurrección imposible porque a Rubalcaba lo han devorado las
larvas de su trayectoria, anclada en la memoria colectiva. El PSOE venido a
menos, si no cambia su deriva, todavía tiene mucho por perder. Y lo perderá.
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