sábado, 5 de agosto de 2006

Amanece, que no es poco


Es necesario romper la monotonía, salir, cambiar el día a día para poder oxigenarse y aprender a relativizar los “grandes” problemas de tienda cien, que a veces nos atosigan y encorsetan. La distancia no es el olvido, pero ayuda porque facilita una visión diferente y nos evita el apolillamiento mental que a veces nos levanta un muro para que no podamos ver, ni oír. Yo soy partidario de la distancia real, la que pone kilómetros de por medio, pero si no es posible también he aprendido a distanciarme sin salir de casa, leyendo, escribiendo, curioseando por Internet, oyendo música o visionando una película cuidadosamente seleccionada para la ocasión. Mis preferidas son las de Pepe Isbert, uno de los mejores actores de todos los tiempos, con joyas como “El cochecito”, “El verdugo”, “Bienvenido Mr Marshall” ó “Los ladrones somos gente honrada”. Tengo una película, que suelo dejar a mis amigos en sus horas bajas, que es un auténtico bálsamo para las heridas causadas por las estupidez: “Amanece, que no es poco” de José Luís Cuerda., interpretada por Antonio Resines, Sazatornil, Cassen, Chus Lampreave… y que casi siempre obra el milagro de ofertar una visión diferente de la tontuna, la impertinencia o la torpeza. En mi farmacia particular, “Amanece, que no es poco” es una especie de ungüento que mitiga todos los mares, aparcándolos durante unas horas.

Pero al volver o bajar del guindo, los males siguen ahí, claro, porque lamentablemente no se disuelven con visionados de películas viejas. Todo lo más, bajan la guardia y nos dan un respiro. Digamos que, de un día para otro, las bobadas vuelven de nuevo al trabajo y que el chinato se pasea en esplendor por toda la bota, destrozándonos de nuevo los dedos del pié. La estupidez suele tener mucha consistencia y al volver, nos encontramos de nuevo con el bobo de la esquina, que nos recuerda que las películas son sólo películas y que la realidad es más consistente que nuestro aislamiento de fin de semana. Vuelve el vocinglero, vuelve el presuntuoso, vuelve el analista, el cursi, el pedante y el plasta del vecino que nos aplasta. Vuelve a sonar el teléfono, vuelve el ruido, el griterío y la viscosa presencia de las estupidez humana, con sus acuerdos, sus pactos, sus conciliábulos y debilidades, cantándolas a grito pelado, como un Tarzán en plena selva: “soy imbécil, soy imbécil, soy imbécil”. Vuelve la visión cegata, el interés insensato y la soflama estúpida de los que no son capaces de ver que llevan número premiado, de aislarse y, de guardia permanente, han seguido en el empeño de estropearlo todo, para recordarnos la evidencia de que Dios puso a los gilipollas en este mundo para algo. Ellos, como las moscas, los mosquitos, las cucarachas o los alacranes, también tienen su misión y, fieles a la llamada del instinto, se empeñan en fastidiarlo todo, para que nada cambie, todo siga igual y el barco no encuentre otra solución que la deriva.

Salgan ustedes de sus casas con los ojos abiertos, miren las cosas con sus colores reales y comprobarán que la calle es de los necios, que en los negocios están los necios y que, por ejemplo, en la política los necios, que son legión poderosa, son muchas veces los que toman decisiones por colectivos completos y, lamentablemente, ahora no me estoy refiriendo a los de siempre porque como bien se sabe, en todas partes cuecen habas. Distanciarse sirve para ver que los de tu entorno, también están para el diván del psiquiatra, que hay más necios que colores. Los necios van a lo suyo, que es necear, y no se encomiendan a nadie a la hora de cocinar sus guisos esperpénticos. Los necios siempre se invisten de autoridad, solemnidad y firmeza, aunque su objetivo común sea fastidiar y dejar la casa sin tejado en días de lluvia. Dios, Dios sabrá porqué, los puso ahí para eso.

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